jueves, 6 de noviembre de 2025

Lo más hermoso

 

Primer amor


Empezábamos entonces a trazar

el mapa a escala real de nuestras vidas.

Éramos adolescentes bachilleres

recién reconciliados con nuestros cuerpos.


Fue el verano de nuestros dieciséis años.

De mañanas de bicicleta y recados,

de largos paseos al anochecer.


Una nueva emoción brincaba en mi pecho.

Tus ojos. Tu boca. Tus manos. Tu risa.


En septiembre descargaron las tormentas.

Tu no. Tu adiós.

Mis lágrimas. Mi drama.


Lo más hermoso que había vivido.

Lo más amargo que había probado.

El amor como nunca había amado.

El dolor como nunca había dolido.


No hemos vuelto a vernos desde aquellos días,

ni hemos vuelto a saber uno del otro.

Te traigo aquí esta tarde en calma de agosto

para darte las gracias por un verano

que con la luz punzante del amor

trajo a mi vida el afán por las palabras,

por el ritmo y la luz de la poesía.



martes, 4 de noviembre de 2025

Caminar

Caminar es conocer. Sentirse y sentir. Echar a andar y ver, oler, oír, notar la textura del camino, masticar una ramita de hinojo o la punta de un espárrago.

Caminar es divagar. Recordar. Soñar. Imaginarse paso a paso. Serse. 


lunes, 20 de octubre de 2025

Amanecer


Se deja caer el frío en tus hombros. En tus manos. En tu rostro. En el perfil difuminado de las retamas. 

Quizá en el violeta recortado de las sierras. O en el nítido azul de un cielo que se va colmando de luz paso a paso.

Vuela ya el día en alas de la alondra. En el pecho y en el canto de la tarabilla.Cuando se deshace la leve niebla de la laguna y el agua espeja el disco naranja, cegador, que sube y comienza a sembrar sombras de jóvenes encinas sobre la tierra amarilla y seca.


viernes, 17 de octubre de 2025

Como bellacos


En uno de los romances más conocidos de Luis de Góngora, «Hermana Marica», la voz del niño protagonista canta a su amiga Barbola,


la hija de la panadera,
la que suele darme
tortas con manteca,
porque algunas veces
hacemos yo y ella
las bellaquerías
detrás de la puerta.

Imagine cada cual las bellaquerías que podrían hacer dos niños de cinco o seis años detrás de una puerta, aunque al padre Juan de Pineda estos versos finales le parecieron dignos de censura por desvergonzados e infamantes. Pero no me detendré ahora en la oportunidad o no de aquella censura eclesiástica, sino en el uso de la palabra bellaquerías, hoy en desuso, y no porque hayan desaparecido los bellacos ni las bellacas.

La bellaquería es acción propia de bellaco, que en la primera edición de nuestro diccionario académico (1726) es descrito como un hombre de ruines y malos procederes, y de viles respetos, y condición perversa y dañada. Un prenda. En la naturaleza del bellaco está el hacer bellacadas, el bellaquear o el actuar bellacamente.

El origen de la palabra no está claro. La RAE esquiva la cuestión con un lacónico De or. inc., aunque en la edición ya citada de su diccionario recoge la existencia en toscano de un villaco, derivado de villa, o de villano, porque «los villanos naturalmente suelen ser de baxos y viles pensamientos». Como si entre las clases elevadas se desconocieran la ruindad y la vileza.

El maestro Covarrubias propone el hebreo belial, de donde beliaco y finalmente bellaco; luego da su equivalencia en latín scelestus, improbus, nequam y aporta un ejemplo: Dios me libre de bellacos en cuadrilla.

El señor Corominas, oh catalana peculiaridad, saca a relucir un término del catalán medieval, bacallar, procedente del céltico bakkallakos, que nombraba así al pastor, al campesino, y en un giro semántico ya prejuiciado y despectivo al palurdo. De nuevo el pueblo llano despreciado por nobleza y burguesía. Su colega aragonesa, María Moliner, también proponía la misma etimología celta para el hispano bellaco, que identifica con el granuja. El bellaco es mala persona. No es el matón, el bravucón, que amedrenta con su puño, con su arma. El bellaco perjudica al otro de palabra o de obra. Y miente. Es un cínico. Niega lo evidente. Lo constatado. Sin sonrojo. Se declara siempre inocente La mentira no es ilegal. Aquel día estuve informado en tiempo real. Las chistorras son embutidos, no billetes de 500 euros. Es Hacienda quien le debe casi 600.000 euros a mi pareja. Hubo un apagón informativo de dos horas y media–. Sí, bellacas y bellacos son inocentes, como los presos de Cadena perpetua.


Últimamente, cada vez que oigo a uno de ellos o de ellas con ese descaro en el mentir –mienten en sus currículums, mienten en sus discursos, mienten en sus explicaciones de los hechos, mienten en sede judicial, mienten en sus trabajos, en sus programas–, me quedo perplejo, se me viene esa expresión, mentir como bellacos, y pienso en todos los términos que el diccionario considera equivalentes de bellaco: ruin, vil, perverso, despreciable, bajo, bribón, canalla, rufián, malvado, maligno, malo, desleal, traidor... Y compruebo que no piden disculpas, que no se les cae la cara ni les crece la nariz, y que continúan sus vidas, sus mentiras, como si nada. Incluso hay quienes aplauden y jalean estas conductas. Quienes les permiten y les premian actuar con irresponsabilidad, buscar el medro particular e ignorar el bien común. Quienes votan a granujas y sinvergüenzas.

viernes, 10 de octubre de 2025

Square des Bénédictins

 

Medita et labora


El ser del árbol:

raíz y vuelo

hacia la tierra,

hasta la luz.


Las campanas llaman al ángelus.

Por el jardín en sombras y luces

baja el murmullo,

la canción fugitiva del agua.


Pasan las nubes.

Vuelan mariposas y libélulas,

cantan las tórtolas.


Caen las hojas

a la tierra

                   cumpliendo su ciclo:

tierra a la tierra,

vida a la vida.


***

(Lyons-la-Fôret, 10 agosto 2025)


martes, 7 de octubre de 2025

Vidas perdidas

 No recordaba haberlo comprado ni recibido como regalo, pero ahí estaba, entre la inquietante El hombre que amaba a los niños, de la australiana Christina Stead y el clásico Rojo y negro de Stendhal. En la portada en blanco y negro de la editorial Nórdica, una fotografía del suizo René Barri famoso retratista del Che Guevara sonriente, habano en la boca en la que se ve a un adolescente sentado en un suelo cubierto de hierbas, flexionadas las piernas en uve, apoyados los codos en las rodillas, en la mano derecha lo que parece un emparedado. El muchacho viste pantalón oscuro y camisa clara, desabotonada hasta más abajo del esternón. Es de piel morena, chicano, quizá. Mira serio a la cámara. Debe lucir un sol rutilante, porque ha fruncido el ceño para protegerse de la mucha luz. En el lugar de los ojos, dos sombras negras, ovaladas, como si llevara un antifaz. Detrás de él, a la derecha, la trasera de un autobús de los años 40 o 50 los vi de ese tipo en los primeros 60, en Esparragal, y viajé un par de veces en uno de ellos, la trasera, digo, desenfocada por la velocidad del vehículo en el momento del clic del fotógrafo. Al fondo, detrás del muchacho, un paisaje de suaves ondulaciones con un solitario árbol allá en la lejanía.

Ahora que observo la imagen de la portada del libro –John Steinbeck, El autobús perdido– me doy cuenta de lo bien elegida que está, de como anuncia en gran parte la historia que nos aguarda a bordo de ese autobús.

La novela comienza –Steinbeck sabía cómo empezar una historia: nadie que haya leído Las uvas de la ira olvidará el relato de la sequía que obliga a los Joad a abandonar su granja en Oklahoma en busca del paraíso de California– en un cruce de carreteras californiano, en Rebel Corners: gasolinera, taller mecánico, bar restaurante y, ocasionalmente, alojamiento de viajeros, regido por Juan Chicoy –madre irlandesa, padre mexicano, mecánico y chófer de autobús– y por su esposa Alice, alcohólica, ayudados por una camarera, Norma, prima fingida de Clark Gable que sueña con viajar a Hollywood y convertirse en estrella del cine, y por Pimples, un adolescente de 17 años, marcado por el acné y por la pulsión sexual como imponen las hormonas en tal edad.

Una vez reparado por Juan Chicoy el viejo autobús «Sweetheart», es hora de conocer a los viajeros, de disfrutar de la maestría de Steinbeck al trazar retratos de personajes: el señor Pritchard, próspero empresario, prototipo del self made man; su mujer, Bernice, frígida mojigata con sempiterna jaqueca, y su hija Mildred, una mosquita muerta; los tres van camino de unas vacaciones en México. El joven Ernst Horton, veterano de la II Guerra Mundial en Europa, emprendedor, solitario, optimista de más y viajante de artículos de broma. El viejo y malhumorado Van Brunt –sus razones tiene el pobre hombre– experto en objetar.

Tras un salto a la estación de autobuses de San Ysidro, donde conoceremos al ligón de Louie, un cerdo machista para quien las mujeres son unas guarras, y a una misteriosa y atractiva rubia, que adoptará el nombre de Camille, volvemos de nuevo a Rebel Corners, al autobús y tomamos rumbo a San Juan de la Cruz por una carretera abandonada.

El autobús perdido es una novela de personajes, una historia contada por un narrador superomnisciente, superobservador, capaz de deleitarnos con la descripción de un trago de whisky, de unos zapatos, o de la geografía interior de unos personajes disconformes, insatisfechos con la vulgaridad de sus vidas.

Y de sus sentimientos. Porque ninguno de ellos tiene una vida emocional plena y reconfortante. Adolecen de las mismas carencias y frustraciones: en el amor y en el sexo, en el trabajo, en sus relaciones sociales, en el lugar donde quieren vivir. No sólo comparten el mismo espacio –autobús– y el mismo destino geográfico inmediato –San Juan de la Cruz–, los aúna también idéntica certeza del fracaso, del desencanto de sí mismos, el reconocimiento de unas vidas malogradas.

Existe el mito del sueño americano. Y existe el desengaño. La vida es más Steinbeck que Rockefeller.


lunes, 6 de octubre de 2025

Catedral de Amiens (2)


 II


Delicadas al fin

las manos del cantero,

conocen el secreto

del aire y de lo grave,

la sutil elocuencia

del cincel y de la maza,

y hacen de lo pesado

divina ligereza.